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viernes, 5 de agosto de 2011

Crispación y política II

Como no sé responder al comentario que aparece a mi anterior entrada me veo obligado a publicar un nuevo comentario. Sostiene faceless varias ideas interesantes y en particular alude a que la degeneración de la democracia radica en que los partidos políticos y sus dirigentes han convertido la política en una especie de mercado en el que las ofertas programáticas no son sino reclamos publicitarios necesarios, cuyo último objetivo no es otro más que el de dar satisfacción a una serie de intereses personales y corporativos. A partir de esta perspectiva sólo se permite reconocer al mercado de la democracia las virtudes que el liberalismo otorga a la codicia humana, en cuya satisfacción, según los liberales más convencidos, descansa el progreso de la mayoría.

Yo creo que atravesamos un periodo de profunda degeneración democrática en el que las propias ofertas programáticas se han desvirtuado. Con demasiada frecuencia el discurso político ya no se plantea convencer de las bondades de un proyecto, sino que se formula y diseña con el único propósito de la descalificación irracional del contrario, con independencia de cual sea su oferta, que por no ser la propia es por descontado errónea, nefasta o negligente. Por principio, tratándose de relaciones políticas, se renuncia a la lealtad tanto personal como institucional, desde la consideración de que frente a los propios planteamientos e intereses decaen y se obvian cualesquiera daños colaterales que puedan ocasionarse; correlativamente se renuncia también al debate y a la discusión razonable y sosegada, como si  uno y otra constituyeran  procedimientos incompatibles con el remedo de política que se nos ofrece. Salvo contadas excepciones, lo que prima es el discurso mordaz, mejor cuanto más hiriente, el ensalzamiento propio sin atisbo de autocrítica, y la absoluta descalificación del adversario, incapaz en su esencia de aportar un ápice de razón, sabiduría o mera opinión digna de tener en cuenta.

El resultado es lamentable, moralmente inaceptable e intelectualmente insultante, y estoy convencido de que obedece a un planteamiento estratégico, sólo a veces inconsciente, que pretende y consigue devaluar y desvirtuar la democracia, para convertir la cosa pública en un ámbito hostil y repelente, morboso a veces, al que los ciudadanos sólo miren de lejos.

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