Por fin ha sucedido lo que algunos tanto venían reclamando. La reforma laboral que se acaba de aprobar viene a dar satisfacción a lo que la derecha económica española llevaba lustros reclamando: la desmantelación de un régimen laboral basado en respeto a los derechos adquiridos, intocables en perjuicio del trabajador. Ahora ese planteamiento ya es historia, el gobierno ha establecido el abaratamiento del despido, y mecanismos directos e indirectos que permiten reducir cualesquiera condiciones de trabajo: salarios, jornadas, permisos; todo queda al albur de los intereses del empresario.
Este es el discurso fácil, el de que la derecha cumple por fin sus objetivos, sin tapujos ni complejos, acatando con gusto lo que sus mentores venían insistentemente reclamando.
Sin embargo, no pienso que sea éste el discurso que conviene ni corresponde a la izquierda. No es la derecha quien dio los primeros pasos en esta senda: ya lo hizo el anterior gobierno, y otros antes que él y también desde la izquierda. Acaso no es cierto que de la noche a la mañana millones de funcionarios vieron reducidos sus salarios. Cómo desconocer que también con gobiernos de izquierda los trabajadores han visto reducidos sus derechos.
No ha sido por tanto la derecha la única dispuesta a transitar por estos escenarios, aunque sea verdad que ésta desborde su entusiasmo.
Todos, unos y otros, contaban con motivos para hacerlo: la crisis, el mundo globalizado, el incremento de la productividad que, a la postre, se traduce en salarios más baratos; la antigua apelación al mal menor, un chantaje razonable.
Probablemente no sean razones vacías y es por eso que aun siendo tan diferentes la derecha y la izquierda no afronten tan separadas este viaje. He oído al PSOE criticar la reforma que el PP acaba de aprobar, pero no me ha parecido oír que si llegara al poder reintegraría las derechos que ahora están siendo mermados.
Creo que aquí radica el error en que está incurriendo, en que sucumbe al discurso de los paradigmas supuestamente incontestables, que casualmente establece la derecha. No creo que sea ésta la respuesta que los ciudadanos reclaman a la izquierda.
No se trata de negar la crisis, ni la necesidad de los ajustes que los ciudadanos asumen que son necesarios. Es tiempo de sacrificios, todo el mundo lo sabe y, si me apuran, todo el mundo esta dispuesto a afrontarlos. Lo que no se puede esgrimir desde la izquierda es el discurso del vacío y de la desesperanza al que estamos asistiendo; el discurso claudicante que proclama que irremisiblemente ya nada será como antes; que el estado del bienestar y la solidaridad social no era más que una quimera que imaginó un grupo de ingenuos irresponsables; que no es posible garantizar la igualdad de oportunidades porque las dos velocidades (en sanidad, educación, hasta en justicia dicen ahora) son inevitables; que la atención a los más débiles no es un deber ni un derecho, sino el ámbito de la ayuda asistencial y la incierta beneficencia.
Y eso es lo que precisamente se echa en falta: un discurso de esperanza. Un discurso que proclame que existe una salida que contemple la recuperación de cuantos derechos ahora están siendo negados o disminuidos. Un discurso que argumente que las conquistas sociales volverán a ser restituidas y aun ampliadas. Porque existen razones que avalan que ello es posible; porque el socialismo democrático no sólo es más justo en términos sociales, sino también económicamente más eficiente que la economía especulativa que ha tomado las riendas. Eso es lo que se ha demostrado allí donde las mayores cotas de bienestar social y desarrollo han venido de la mano del socialismo, aunque ahora que la derecha campea en Europa se nos venda que gritando "sálvese quien pueda", tal vez sean muchos los que logren salvarse; y ojalá que nosotros entre ellos.
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